Seguramente la crisis ecológica global requiere soluciones técnicas, pues éstas pueden impedir que el calentamiento global sobrepase los dos grados centígrados, lo cual sería desastroso para toda la biosfera. Pero la técnica no lo es todo, ni es lo principal. Parafraseando a Galileo Galilei podemos decir: «la ciencia nos enseña cómo funciona el cielo pero no nos enseña cómo se va al cielo». De igual manera, la ciencia nos indica cómo funcionan las cosas, pero por sí misma no está en condiciones de decirnos si son buenas o malas. Para eso tenemos que recurrir a criterios éticos, a los cuales la propia práctica científica está sometida. ¿Es que solamente las soluciones técnicas equilibrarán a Gaia hasta el punto de que continúe queriéndonos sobre ella y aún garantice el abastecimiento vital de los demás seres vivos? ¿Notará y asimilará Gaia las intervenciones que haremos en ella, o las rechazará? Las intervenciones técnicas tienen que adecuarse a un nuevo paradigma de producción menos agresivo, de distribución más equitativa, de consumo responsable y de absorción de los residuos que no perjudique los ecosistemas. Para eso necesitamos rescatar una dimensión profundamente descuidada por la modernidad. Ésta se construyó sobre la razón analítica e instrumental, la tecnociencia, que buscaba, como método, el distanciamiento más estricto posible entre el sujeto y el objeto. Todo lo que venía del sujeto como emociones, afectos, sensibilidad, en una palabra, el pathos, oscurecía el mirar analítico sobre el objeto. Tales dimensiones debían ser puestas bajo sospecha, ser controladas y hasta reprimidas. Ocurre que la propia ciencia ha superado esta posición reduccionista, bien por la mecánica cuántica de Bohr/Heisenberg, bien por la biología de Maturana/Varela, o bien por la tradición psicoanalítica, reforzada por la filosofía de la existencia (Heidegger, Sartre y otros). Estas corrientes evidenciaron el compromiso inevitable del sujeto con el objeto. La objetividad total es una ilusión. En el conocimiento hay siempre intereses del sujeto. Es más, nos convencieron de que la estructura de base del ser humano no es la razón sino el afecto y la sensibilidad. Daniel Goleman con su texto La inteligencia emocional aportó la prueba empíricade que la emoción precede a la razón. Esto se comprende mejor si pensamos que nosotros, los humanos, no somos simplemente animales racionales sino mamíferos racionales. Cuando hace 125 millones de años surgieron los mamíferos, irrumpió el cerebro límbico, responsable del afecto, del cuidado y de la amorización. La madre concibe y lleva dentro de sí la cría y una vez nacida la rodea de cuidados y de cariño. Solamente en los últimos 3-4 millones de años surgió el neocórtex y con él la razón abstracta, el concepto y el lenguaje racional.
El gran desafío actual es dar centralidad a lo que es más ancestral en nosotros, el afecto y la sensibilidad. En una palabra, hay que rescatar el corazón. En él está nuestro centro, nuestra capacidad de sentir en profundidad, la sede de los afectos y el nicho de los valores. Con esto no descartamos la razón porque la incluimos como imprescindible para el discernimiento y para priorizar los afectos, sin sustituirlos. Hoy, si no aprendemos a sentir a la Tierra como Gaia, si no la amamos como amamos a nuestra madre y no cuidamos de ella como cuidamos de nuestros hijos e hijas, difícilmente la salvaremos. Sin la sensibilidad, la operación de la tecnociencia será insuficiente. Pero una ciencia con conciencia y con sentido ético puede encontrar salidas liberadoras a nuestra crisis.
Texto: Leonardo Boff (foto)